domingo, 14 de diciembre de 2014

Te regalo una historia de amor, parte 3

De nuevo se reunieron con los padres de Ashley y Sam les invitó a aproximarse a la mesa donde se sentaban los señores Lawson. El muchacho tuvo que volver a estirarse el cuello de la camisa, la dichosa pajarita lo estaba matando. Notó como una gota fría de sudor le cayó por la frente y sus manos se frotaron nerviosas. Sin lugar a dudas, en aquel momento habría preferido estar tirado en la arena de la playa tomando unas cervezas con los amigos frente a una hoguera. Sin embargo, aquello nada tenía que ver con la situación a la que estaba a punto de enfrentarse.
―Mamá. Papá. Quiero presentaros a los señores Cooley, los padres de Ashley.
―¡Oh, querida! Por fin tengo el placer de conocerte –apuntó Sarah propinando un entusiástico abrazo a la señora Cooley―. La bella Ashley nos ha hablado muy bien de vosotros.
Peter guardó las distancias algo más que su mujer y simplemente tendió la mano de forma amistosa al señor y a la señora Cooley para saludarlos.
―Encantado de conocerles. Ashley es una chica estupenda –señaló de manera cortés.
―Gracias. Nuestra hija también nos habla maravillas de la familia de Sam, y veo que no se ha equivocado un ápice en su apreciación –repuso el padre de Ashley―. Son muy amables por invitarnos a un evento tan señalado como este.
―¡Oh, por favor! Dejemos las formalidades a un lado. Casi somos de la misma familia, ¿verdad querida? –Sarah parecía realmente encantada con la presencia de la señora Cooley.
Sam y Ashley observaban en silencio y con la boca abierta cómo la señora Lawson agarraba a Elaine del brazo y juntas caminaban hacia la barra del bar mientras parloteaban sobre temas triviales. Peter, por otro lado, invitó a George a salir a la terraza para ofrecerle uno de sus mejores puros habanos y así poder charlar sobre las franquicias que el señor Cooley estaba a punto de vender en el extranjero.
Sam y Ashley se miraron incrédulos.
―¿Has visto eso? Ni siquiera nos han prestado la más mínima atención –replicó Sam.
―Mejor así. Parece que han congeniado a la primera. Ha sido más fácil de lo que esperaba, ¿no te parece? –añadió Ashley sin poder ocultar su entusiasmo.
«Demasiado diría yo» pensó Sam para sus adentros.
La noche transcurrió de forma agradable. Tras una copiosa cena amenizada con los más exquisitos manjares que el hotel ofrecía, Sam quiso sorprender a sus padres con un vídeo que él mismo había preparado días atrás, donde se presentaban viejas fotografías de los señores Lawson desde su más tierna infancia hasta el último cumpleaños de su hijo, incluyendo imágenes de toda una vida juntos.
La señora Lawson no pudo reprimir soltar alguna que otra lágrima durante la proyección, y el padre de Sam le dio un fuerte abrazo a su hijo cuando el video finalizó. Los invitados se pusieron en pie para aplaudir el maravilloso detalle que Sam había tenido para con sus padres, y más de uno tuvo que recurrir al pañuelo para sonarse la nariz.
―Ha sido precioso –le dijo Ashley a su chico cuando regresó a su asiento.
―Sí, amigo. Casi me meo en los pantalones –bromeó el chistoso de Walter.
―Eres un insensible, no tienes corazón –le regañó Ashley―. Como sigas así no encontrarás novia en tu vida.
Walter tuvo que agachar la cabeza y aguantar la reprimenda. Sam contuvo la risa, conocía perfectamente a su amigo y sabía que no hablaba en serio. Él era así, cuando algo le emocionaba se cubría con un armazón de chistes malos para no mostrar su debilidad. Pero eso a Sam no le importaba.
―En fin, creo que voy a hablar un rato con Jenny –indicó Ashley acabándose su tercera copa de champán―. Seguro que a ella también le ha encantado el video.
Cuando la muchacha se alejó en busca de su amiga, Sam le dio un codazo a Walter.
―Vale, ya se ha ido. No tienes que poner cara de póquer. Ya sé que a ti estas cosas te parecen una cursilada.
―¡Qué va! En serio, me ha encantado como te has currado el vídeo –aclaró Walter―. Pero es que tu chica no sabe distinguir una broma.
―Ya la conoces. Ashley se toma las cosas muy en serio. Deja de darle importancia –señaló Sam encogiéndose de hombros.
En poco menos de un minuto, Walter ya se había olvidado del asunto y le propuso a Sam salir a la calle para probar el nuevo coche.
―Me temo que hoy no es el día. Prometí a Ashley que la acompañaría a casa. Además, imagina su cara si se entera de que he estrenado el coche contigo y no con ella –dijo el joven guiñando un ojo a su amigo.
―¡Eh! Cuidadito con lo que piensas, que yo solo quiero escuchar ese motor rugir como una bestia y no probar si los asientos son reclinables o no.
―¿Pero cómo puedes ser tan capullo? No me refería a estrenarlo en ese sentido.
―Sí, sí, claro. Cuéntame otra batallita porque esa no me la trago. ¿Un Maserati nuevo, una chica hermosa y una noche por delante? –Walter agitó la cabeza―. Qué suerte tienen algunos…
Sam dio a su amigo por imposible y fue en busca de Ashley. Por el camino, mientras sorteaba las diferentes mesas que le separaban de su chica, el joven no pudo evitar escuchar algunas de las conversaciones que se daban entre los invitados a la fiesta.
―Este mes mis acciones han subido un quince por ciento más de lo que esperaba –comentaba un señor con bigote.
―Mi marido se ha gastado más de diez mil dólares en este collar de oro blanco y diamantes de Piaget –presumía una señora entrada en edad.
―Esa finca tiene que ser mía. Si ese cabrón de Richard se me adelanta, tendré que darle una patada en el culo –conversaba otro invitado un tanto exaltado.
A Sam se le antojaron tertulias soberanamente superficiales. ¿Cómo podía ser que los únicos temas de diálogo estuvieran relacionados con dinero, lujo y patrimonio? Tendría que haber muchos más asuntos importantes de los que hablar, como los deportes, viajes, amigos… sin embargo, estaba claro que a aquellas personas solo les importaba una cosa.
―No soporto a esa cursi de Michelle, se cree que por tener un Ferrari nuevo ya puede presumir de todo. ¿Acaso no se ha mirado en el espejo? Esos zapatos de Luois Vuitton le sientan como un tiro –comentaba Ashley con su amiga Jenny.
«Otro argumento frívolo y carente de interés» pensó Sam cuando llegó al lado de su chica. Aunque, ¿quién era él para juzgar a los demás? Tampoco se salvaba de entrar en el mismo saco que el resto de las personas allí congregadas: sus padres, guiados por los caprichos de su hijo, acababan de gastarse un dineral en el Maserati.
―Perdón por la interrupción –intervino Sam dirigiéndose a su novia―. Cariño, la fiesta está a punto de acabar, ¿quieres que te acerque a casa?
―Claro, mi amor –respondió la joven al tiempo que sujetaba a su chico por las mejillas y le propinaba un sonoro beso en los labios.
Sam carraspeó tras la efusiva muestra de cariño de Ashley frente a la compañera de ésta. Notó como sus mejillas se sonrojaron al observar que Jenny contemplaba la escena sin apartar los ojos del apuesto joven.
―Lo siento, Jenny. Sam va a llevarme a casa en su coche nuevo. –La muchacha se levantó de golpe y a punto estuvo de caer al suelo cuando se pisó la cola de su elegante vestido.
Por suerte Sam estaba a su lado para sujetarla. Daba la sensación de que Ashley había bebido más de la cuenta, pero aquello no impidió a la chica recolocar su vestido para que se viera perfecto.
―Será mejor que avisemos a tus padres de que nos marcharnos.
―Sí, por supuesto. Ya sabes cómo se ponen si no te despides de ellos. Te adoran demasiado. –Aquel último comentario se le antojó a Sam un tanto repelente y fuera de lugar.
El chaval dibujó una sonrisa forzada en su cara. Tras prometerles a los señores Cooley que devolvería pronto a Ashley a su casa, Sam se despidió también de sus padres advirtiéndoles que regresaría algo más tarde.
―Bien, cariño. No olvides las llaves de casa –le recordó su madre―. Jeffry se pone de muy mal humor si le despiertas en mitad de la noche.
―Descuida, mamá.
Y tras cumplir con la obligación de despedirse del resto de invitados, Sam y Ashley salieron del hotel y dieron una vuelta en el sofisticado coche del muchacho. Condujeron por una carretera paralela a la costa para sentir la dulce brisa de la noche.
―Es maravilloso. ¡Me encanta! –vociferó Ashley sacando la cabeza por la ventanilla para sentir el aire en la cara.
―Ten cuidado, la policía nos puede llamar la atención. –Sam estaba preocupado por la embriaguez de la chica. Temía que pudiera cometer alguna locura, entonces tiró de su mano para que introdujera la cabeza en el interior y cerró la ventanilla con el fin de evitar problemas.
―¡Vamos, cariño, pisa el acelerador! Quiero sentir ese motor a toda potencia –gritó Ashley.
A Sam le pareció divertido el estado de la muchacha. Nunca antes la había visto en aquellas circunstancias, tan desinhibida y poco pendiente de guardar las formas. Decidió dejarse llevar y satisfacer su petición, así pues, cuando llegaron a una carretera poco transitada, Sam pisó a fondo el acelerador.
―¡Wow! ¡Es la leche! –decía Ashley entre risas―. Seguro que el coche de Michelle es un juguete en comparación con este.
―No creas, algunos modelos de Ferrari superan los quinientos caballos.
―¡Buah! La muy tonta no sabe ni meter las marchas. ¿Para qué querrá un coche tan rápido?
―Cuestión de gustos –respondió Sam encogiéndose de hombros.
―Para.
―¿Qué?
―¡Qué pares!
―¿Ocurre algo?
―Creo que voy a vomitar –farfulló la chica llevándose las manos a la boca.
Sam desvió el coche a un lado de la cuneta antes de que Ashley dejara un desagradable recuerdo en la tapicería de cuero. El joven no pudo evitar sentir ciertos escrúpulos al contemplar la imagen de su novia vestida como una muñeca mientras emitía sonidos grotescos, parecidos a los de un trol escupiendo sapos por la boca. No tuvo más remedio que salir del vehículo y acercarse a ella para comprobar si necesitaba ayuda, pero Ashley, avergonzada por la situación, lo apartó con la mano de un empujón.
―Vamos, no tienes de qué preocuparte. Se supone que soy médico y estas cosas no deberían impresionarme.
―Esto es diferente –pronunció la joven a duras penas.
Esperaron un par de horas sentados junto a la orilla del mar hasta que Ashley se recuperara de la melopea. No quería que sus padres pensaran que había bebido por su culpa. A eso de las tres de la mañana, los muchachos llegaron a la urbanización donde vivía la joven.
―Siento mucho haber estropeado el resto de la noche –exhaló Ashley en un suspiro.
―No te preocupes. Es normal que te sientas así si no estás acostumbrada a beber.
―La verdad es que no ―suspiró la chica relajando el cuello sobre el reposacabezas―. Supongo que estaba demasiado nerviosa por el encuentro de nuestros padres.
―No ha sido tan horrible, ¿verdad? –repuso Sam con una sonrisa amable.
―Cierto. Han pasado casi toda la velada hablando entre ellos –añadió Ashley devolviéndole la sonrisa a su chico.
Por unos instantes ambos se quedaron pensativos mirándose el uno al otro. El silencio de la noche se apoderó de sus oídos y aquella paz deleitó sus sentidos después de la tensión vivida en la fiesta. Se sentían agotados, pero aquello no impidió a Sam para acercarse a su chica y darle un beso tierno en los labios.
―Hoy estabas preciosa –le susurró al oído.
―¿Lo dices en serio? –Murmuró Ashley dejándose acariciar por los delicados dedos de Sam sobre su rostro―. Habría sido perfecto si no llego a estar como una cuba.
―Bueno, ya estás recuperada y sigues pareciéndome una diosa. –Sam continuaba centrado en seducir a su chica con pequeños besos sobre el delicado cuello de ésta.
―¿No crees que el vestido de Jenny era más bonito que el mío? –Ashley parecía estar más preocupada por otros asuntos, pero aquello no consiguió descentrar a Sam.
―No. Tú eres mucho más hermosa que ella –le decía Sam descendiendo por el hombro desnudo de la chica.
―¿Te has fijado en el peinado? Su peluquero debe ser algún paleto de Camberra, esos tipos de la capital se creen que entienden de estilo y la verdad es que no tienen ni la menor idea.
―Me da igual de dónde sea el peluquero de Jenny. –El muchacho no podía creer que Ashley estuviera pendiente de esas minucias y, muy disimuladamente, continuó descendiendo por su hombro.
―Creo que le gustas –soltó al fin la joven.
Sam no tuvo más remedio que interrumpir sus intenciones. Aquella conversación de besugos no lo estaba poniendo en absoluto, y le dio la sensación de que Ashley solo tenía un pensamiento en la cabeza.
―¿Por qué dices eso?
―He visto cómo te miraba.
―¿Y cómo se supone que me miraba?
―No sé. Siempre está pendiente de ti. Hoy no paraba de comentar lo guapo que estabas, lo inteligente que eras y lo seductor que estabas con tu traje oscuro.
―Me da igual lo que diga esa amiga tuya.
―Pues a mí no.
―¿No irás a decirme que estás celosa? –El silencio de Ashley lo dejaba claro―. Pero si ni siquiera he hablado con ella en toda la cena. Has sido tú la que te has acercado a ella para saludarla.
―Es igual. Eso no quita para que Jenny no dejara de hablar de ti. –La muchacha se cruzó de brazos enojada.
Sam optó por rendirse y prefirió no continuar con la conversación. Ashley podía ser una mujer encantadora cuando estaba animada, pero sus cambios de humor repentinos eran difíciles de torear. Él mismo lo había comprobado en varias ocasiones y sabía que lo mejor era alejarse de ella y reaparecer a la mañana siguiente como si nada hubiera sucedido. Ashley volvería a ser la misma de siempre después de un sueño reparador.
La pareja puso fin a la velada y ambos se despidieron con un desganado beso en los labios. Cuando Sam se aseguró de que la muchacha había entrado en su casa, dirigió el bólido hasta la mansión en Bayview.
Las luces de la entrada esperaban encendidas a su llegada. Todos en casa dormían y Sam subió hasta su dormitorio arrastrando los pies cansado. Abrió el ventanal que daba a la terraza privada de sus aposentos y salió un rato para respirar el aire fresco de la noche. Había sido una jornada larga, pues durante el día tuvo que ayudar a su padre en la clínica desde temprano, y la noche no había acabado precisamente como él esperaba.
Tomó asiento sobre un balancín y se dejó mecer por el movimiento suave de éste. Relajó su cuerpo y cruzó las manos detrás de la nuca para observar las estrellas que iluminaban el cielo. Se preguntó cuántas estrellas habría por encima de su cabeza, estaba seguro de que existían muchísimas más de las que sus ojos eran capaces de ver. Una vez había leído en un artículo que si alguien contara los granos de arena del planeta, apenas se acercaría al número probable de estrellas que había en el universo.

El joven cogió un puñado de tierra del interior de una maceta y dejó que los granos se le escurrieran por entre los dedos. En medio de un silencio mudo, Sam se sintió tremendamente pequeño. Pasó el resto de la noche contemplando el cielo, como un niño deslumbrado por toda aquella inmensidad.

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