domingo, 22 de febrero de 2015

Carta de Helena a su hija Eva

Querida hija mía: Te escribo estas palabras como última opción para narrarte lo que hace tiempo debía haber puesto en tu conocimiento. Ya eres toda una mujer y creo que es hora de que sepas la verdad. Te pido que no me culpes por ser una cobarde y no atreverme a hablarte en persona, pero el dolor que aún abriga mi corazón me impide mirarte a los ojos y ser clara. Por desgracia solo soy capaz de compartir mi dolor sobre este trozo de papel en la soledad de mi habitación. Sé que, en muchas ocasiones, te has preguntado por el paradero de papá y que yo, conscientemente, no he respondido a tus preguntas con absoluta sinceridad. Espero, pues, que con esta carta se develen las dudas que albergan tu corazón y entiendas los motivos que me han llevado a guardar silencio todos estos años. Todo comenzó una agradable mañana de invierno. Era uno de esos días soleados en los que el viento proveniente del Sur nos regalaba una jornada con temperaturas suaves. Salí a pasear por la duna como cada mañana de domingo, tras una dura semana de trabajo. Necesitaba relajarme, sentía los músculos de mis hombros tensos y una buena caminata sobre la suave arena de la playa me haría distender toda esa tensión. Adoraba sentir el frío de la arena mojada en mis pies, era una sensación reparadora para la circulación de mis piernas. Aquella mañana decidí ir un poco más lejos y me adentré en la zona de rocas. Nunca antes había llegado hasta allí caminando y sentía curiosidad por saber hasta dónde se extendía la playa. Cada vez que alcanzaba una cala, me daba cuenta de que más adelante había otra, y después otra, y así hasta que el mediodía se echó encima y mi estómago empezó a dar señales de apetito. Había caminado más de tres horas y, sin embargo, no veía el fin a aquel margen de la costa. Cuando finalmente decidí dar media vuelta, atisbé a lo lejos la figura de un hombre sumergido en el agua hasta la cintura. Me resultó extraño, pues desde hacía varios kilómetros no había visto a nadie caminar por aquella zona. Arrastrada por la curiosidad, decidí acercarme a aquel hombre y espiar sus movimientos. Aparentemente no hacía otra cosa más que contemplar el mar. Desde mi posición advertí a un tipo maduro, de cabellos grises aunque su rostro no aparentaba más de cuarenta años. Se veía fuerte y musculado, tremendamente vigoroso. Me llamó la atención el hecho de que observara el mar sin siquiera pestañear, era como si estuviera embrujado por la ondulación de la marea. Su cuerpo se balanceaba con el movimiento acompasado de las olas, pero él seguía sin inmutarse. Tampoco las bajas temperaturas del agua por aquellos días parecían incomodarle. Habría pensado que estaba muerto si no llega a ser porque se mantenía completamente erguido. No recuerdo el tiempo que pasé contemplando a aquel hombre pero, de pronto, como si hubiera salido de su trance, me habló: -Te estaba esperando, Helena. Giró sobre sus piernas y entonces vi sus ojos. Eran azules como el cielo, de un brillo indescriptible, como venido de otro planeta. Sabía mi nombre pero por algún motivo no me sorprendió, era como si lo conociera de toda la vida. No podría explicar lo que sucedió a partir de entonces, solo recuerdo que su mirada me hechizó. Creí caer en un pozo sin fondo, imposible agarrarme a nada que no fueran sus cautivadores ojos. Solo hizo falta una palabra suya para hacerme caer en sus redes. Extendió su mano derecha y con una voz tremendamente masculina me ordenó: -Acércate. Sentí que una fuerza inexplicable me empujaba hacia él. Comencé a caminar hacia la rompiente de olas y hundí mis piernas en las gélidas aguas sin que me importara mojarme los pantalones. De forma pausada, casi temerosa, me aproximé a él atraída por el imán de su mirada. Dejé de sentir frío, quedé invadida por el calor que mi corazón desplegó a cada uno de los miembros de mi cuerpo. Me aferré a su mano y la sentí cálida. Era suave y robusta a la vez. Quedamos en frente el uno del otro, atrapados en nuestras propias pupilas. Quise preguntarle su nombre pero, inconcebiblemente, lo supe con solo mirarle a los ojos. Era Él, el Magnífico, el Preservador, el Protector, el Principio y el Fin. Nadie podría evitar caer bajo el influjo de su deseo. Yo era su esclava, su cautiva, su prisionera. Ya no había marcha atrás, Él había sentenciado mi destino. Sin cruzar palabra alguna, acercó su rostro al mío con cautela, como si temiera mi huida. Pero en lugar de eso, dejé que posara sus dulces labios sobre los míos. Necesitaba que me besara tanto como el agua que nos da la vida. Sin saber por qué, ansiaba que sus brazos rodearan mi cuerpo como el abrigo en una noche de invierno. Nos besamos y nos abrazamos con tanta pasión, que el mar comenzó a ondear cada vez más impetuosamente. Las olas se estrellaban contra las rocas a la par que los gemidos escapaban de nuestras gargantas. Sin embargo, nuestros cuerpos seguían petrificados. El mar se agitaba a nuestro alrededor reverenciando aquel momento de frenesí. Sin apenas esfuerzo, me alzó en volandas entre sus fuertes brazos y, sin despegar sus labios de los míos, me trasladó hasta la fina arena donde me posó con delicadeza. Me fijé en que no llevaba nada bajo su cintura, estaba desnudo. No me importó. Tan solo me dejé llevar. No hubo palabras, ni lamentos, ni risas, ni promesas… solo hubo besos, abrazos, caricias y un sinfín de sentimientos arremolinados en nuestros corazones. Aquella tarde, hija mía, fui suya. Los días pasaron y tu padre y yo nos sentíamos cada vez más unidos. Nuestro amor se intensificó hasta límites insospechados, incluso llegué a pedir un permiso en el trabajo para no separarme de él ni un solo instante. Aquello era una locura, no podría vivir de ese modo por mucho más tiempo, era una obsesión enfermiza. Pasábamos las horas contemplándonos, amándonos, entregándonos el uno al otro. A veces, incluso, nos olvidábamos de comer. Tu padre tenía la virtud de complacer todos mis deseos, como si fuera capaz de leer mis más íntimos pensamientos. Me trató como a una reina, siempre atento y cariñoso, amable y embriagador. Todo iba indescriptiblemente bien hasta que una noche, cuando nos hallábamos contemplando abrazados la hermosa luna llena que cubría el cielo con su resplandor, tu padre me dijo algo que cambió la historia de mi vida. Aún recuerdo cómo posó su mano sobre mi vientre y me miró a los ojos con anhelo. -He cumplido con mi cometido en la Tierra –me dijo-. No me queda mucho tiempo, mas la criatura que portas en tu vientre perpetuará mi esencia. Quise replicarle, pero me impidió hablar. Su mano continuaba acariciando mi vientre como si sintiera lo que había en su interior. -Jamás te sentirás sola, ella llenará tus noches de melancolía. -¿Pero qué estás diciendo? ¿Cómo sabes que estoy embarazada? –le pregunté. -Lo he visto –murmuró-. Cuidarás y amarás a esta criatura como ninguna otra madre otra ha querido a su retoño. Será una niña feliz, sana, fuerte y valiente y, cuando llegue su momento, aceptará la sucesión para redimir al océano de sus más temibles enemigos. A continuación me entregó el colgante con forma de caracola que tantos años he guardado para ti y que ahora luces con orgullo. Debes cuidar de él como al más preciado de los tesoros, pues es lo único que tu padre dejó para ti. Al día siguiente, cuando desperté con el amanecer, él ya no estaba. Había desaparecido de mi vida de la misma forma que vino, como un espíritu descendiente de otro mundo. Los siguientes ocho meses fueron un declive en mi vida. Me sentía atrapada en las garras del desamparo, sin nadie con quien poder hablar, sin un compañero a quien contarle lo sucedido. Él había sido como una exhalación en mi vida. Ninguna persona sabía de él, quien era, o de dónde procedía… sencillamente desapareció de la faz de la tierra. Llegué a creer que todo había sido producto de un bonito sueño, pero ahí estabas tú para recordarme que aquel amor había sido real. Mi vientre crecía por semanas y poco a poco fui sintiendo tus movimientos en mis entrañas. No había nada más real y cierto que aquella sensación de vida dentro de mí. El día que vi tu carita por primera vez, supe que no había sido un hombre quien me amó aquellos días, sino un ser iluminado por las estrellas del cielo, un hombre venerado por las mareas del océano, un ente misterioso venido de la inmensidad del firmamento. Por eso, hija mía, hoy me confieso a ti. Aunque no hayas tenido el beneficio de conocer a tu padre, debes creerme cuando te aseguro que tu vida en este mundo es fruto del amor más puro. Un amor tan grande como la fuerza de tu alma.

martes, 3 de febrero de 2015

Nueva portada para Evadne en italiano

Aquí tenéis la nueva portada de Evadne para Italia. "Evadne, la sirena perduta"
Estoy super contenta, y espero que os guste el nuevo estilo, más misterioso e hipnótico.
Para conseguir una copia, pincha aquí.