martes, 9 de diciembre de 2014

Te regalo una historia de amor, parte 2

Sam se dirigió hacia el este en Pittwater Road. Siempre tomaba aquella carretera para ir a la ciudad, a fin de cuentas, era la más próxima a la costa y por lo tanto la que mejor vistas tenía. La noche era cálida, a pesar de estar en el mes de diciembre, el verano austral invitaba a los moteros a disfrutar del aire fresco nocturno y la mayoría salían a dar una vuelta por las noches. A parte de ellos, el tráfico no era demasiado denso a aquellas horas, así que aprovechó ciertos espacios para acelerar y regocijarse con el tronar de aquella potente máquina.
En menos de quince minutos llegó a Falcon Street. Una vez allí, tuvo que aminorar la velocidad, pues debía pasar por algunos peajes para continuar su camino. Tomó la salida de Grosvenor Street y a continuación giró a la izquierda por George Street. A tan solo quinientos metros se encontraba el majestuoso Hotel Hyatt Park.
Los padres de Sam habían decidido celebrar el aniversario en aquel lugar por una cuestión muy simple: el hotel se encontraba en Walsh Bay, la misma zona donde se habían conocido veintiséis años antes. Además, aquel también fue el lugar donde Peter le había pedido matrimonio a Sarah un año después de conocerse en la fiesta. Fue solo cuestión de semanas hasta que sus sueños se hicieron realidad.
Los invitados habían comenzado a llegar. Muchos se agolpaban en la puerta para recibir a los  señores Lawson que salían de su esplendoroso coche. Sam tuvo que esperar una cola de varios automóviles hasta que el aparcacoches se encargara del suyo. De pronto, un golpe en la parte trasera le hizo dar un respingo. Echó un vistazo por el retrovisor para ver qué había sucedido, pero en ese momento Walter apareció como un fantasma por la ventanilla del copiloto.
―¡Pedazo de cabrón! ¡Qué calladito te lo tenías! ―Walter introdujo medio cuerpo en el coche para soltar un puñetazo amistoso en el hombro de su camarada.
―¡No seas gilipollas! Anda, ven, entra. No quiero que me estropees la carrocería con ese disfraz de pacotilla― respondió.
―¿Pacotilla? ―repuso ajustándose la corbata―. Para tu información te diré que este traje cuesta tres veces más que tu esmoquin de pingüino.
―No lo dudo ―dijo Sam estirándose el cuello de la camisa―. Odio estos eventos. Daría lo que fuera por no tener que llevar la puñetera pajarita, la muy condenada no me permite respirar. Ya podían haber celebrado las bodas de plata en la mismísima playa y en bañador.
―No me cambies de tema –le interrumpió su amigo mientras tomaba asiento a su lado y observaba boquiabierto el panel de control―. A ver ¿caballos?
―Cuatrocientos sesenta.
―¿Velocidad máxima?
―Trescientos kilómetros por hora.
―¿Consumo medio?
―Entre quince y dieciséis litros.
―¿Aceleración de cero a cien?
―Cuatro coma siete segundos.
―¿Lo has probado ya?
―Aún no. –Sam le guiñó un ojo a su amigo―. Te estaba esperando.
―Así me gusta –dijo dándole otra palmada en la espalda.
Walter podía resultar irritante en algunas ocasiones, pero siempre había sido su mejor amigo. Se conocían desde el colegio. Walter había sido siempre un chaval energético y lleno de vida, sin embargo, algunos de sus compañeros lo tomaban por un tipo exasperante e insoportable. Hablaba demasiado, incluso los profesores tenían que llamarle la atención constantemente porque era incapaz de guardar silencio más de diez minutos seguidos. Su temperamento nervioso hacía de su complexión un tipo delgado, más bien menudito. Por supuesto aquella debilidad física no le beneficiaba a la hora de meterse en alguna pelea aunque, por suerte, Sam siempre estaba a su lado para echarle una mano.
Al contrario que Walter, Sam era un chico más tranquilo, lo que no significaba que no fuera capaz de tumbar a cualquiera de un solo golpe de derecha. Él era un tipo alto y corpulento. Practicaba kick boxing cada vez que podía y las técnicas aprendidas le habían ido de perlas para no dejarse achantar por nadie.
―¿Has quedado con Ashley en el hotel? –preguntó Walter.
―Sí. Vendrá con sus padres –dijo soltando un suspiro.
―Por favor, no seas tan efusivo –replicó Walter en un tono irónico―. Cualquiera diría que no te hace ilusión que vuestros padres se conozcan formalmente.
―La verdad es que no –confesó―. A veces tengo la sensación de que esto va demasiado deprisa.
―¿Te refieres a tu relación con Ashley?
Sam asintió con la cabeza.
―Solo llevamos juntos seis meses y parece que me hubiera comprometido con ella por el resto de mi vida.
―¿Acaso no la quieres?
―Sí, claro que la quiero. Es una buena chica… y muy inteligente.
―Por no mencionar que está como un tren –interrumpió Walter.
―Está bien… además está buenísima. –Sam sacudió la cabeza―. Pero eso no tiene nada que ver con esto. Pienso que Ashley va muy rápido, no sé, tal vez deberíamos tomárnoslo con más calma… salir más… conocer más gente…
―¿No estarás pensando en engañarla?
―¡Oh, Walter! Eres imposible –soltó el joven exasperado―. No estoy hablando de eso. Solo digo que es demasiado pronto para compromisos. Somos muy jóvenes para atarnos de ese modo.
―¿Se lo has dicho a ella?
―¡Qué va! Está demasiado ilusionada con este encuentro. Cualquiera se atreve a defraudarla…
―Bueno, si lo piensas bien, no es tan grave. –Walter se encogió de hombros―. Piensa que sencillamente vuestros padres van a conocerse, nada más. Eso no quiere decir que vayáis a casaros mañana mismo.
Sam enarcó las cejas y dirigió una mirada escéptica a su amigo.
―Tú no conoces a Ashley.
El botones del hotel se aproximó al Maserati.
―¿Desea que le aparque el coche, señor?
Los dos amigos salieron del vehículo y Sam le hizo entrega de las llaves al muchacho.
―¡Cuídalo bien! Es el coche nuevo de mi amigo –le advirtió Walter por encima del capó.

―Descuide, señor –respondió el aparcacoches de forma cortés.
Los dos jóvenes se dirigieron a la entrada del hotel. Los padres de Sam ya habían accedido al interior y esperaban en la sala de celebraciones rodeados por un grupo de invitados que los felicitaban por su aniversario.
El magnífico Guest House del hotel estaba situado en el mismísimo puerto de Sydney, desde donde se accedía a una terraza exterior privada con increíbles vistas a la colosal Opera House. La decoración del salón de celebraciones era de un gusto exquisito, minuciosamente diseñado con la iluminación perfecta para la visualización de sus mesas y el brillo de la elegante vajilla que las componían. El restaurante del hotel Hyatt Park se caracterizaba por una cocina creativa con toques de autor donde se aplicaban fuertes dosis de imaginación. El matrimonio Lawson era amante de este tipo de cocina, adoraban explorar nuevos sabores y deleitarse con las sorprendentes elaboraciones de sus cocineros.
Sam echó un vistazo al Guest House en busca de su chica, suponía que habría llegado antes que él, ya que solía ser muy puntual en los eventos importantes. Y aquella era una de esas ocasiones.
―Mira, allí está Ashley –informó Walter señalando hacia el balcón.
La joven se encontraba con sus padres en el exterior, contemplando las maravillosas vistas de la bahía mientras sujetaba una copa de champán. Sam se aproximó para saludar a los señores Cooley.
―Buenas noches, señores. –Sam hizo una leve inclinación de cabeza―. Ashley.
―¡Oh, mi querido Sam! –La señora Cooley fue la primera en saludar―. Estás realmente encantador.
―Gracias, señora.
―Por favor Sam, llámame Elaine. Creo que ya es hora de apartar los formalismos, ¿no te parece, George? –se dirigió a su marido.
―Claro, muchacho –afirmó el señor Cooley dando un manotazo amistoso al joven en el hombro.
―Estás realmente preciosa esta noche, Ashley –dijo Sam dirigiéndose a su novia.
―Gracias, cariño –respondió sin poder evitar sonrojarse delante de sus padres.
Los señores Cooley se percataron de las ganas locas de Ashley por quedarse a solas con su chico unos instantes, por ello no dudaron en buscar una ágil excusa para alejarse de los dos tortolitos.
―Tomaremos algo de beber, en breve estaremos de vuelta –señaló el señor Cooley.
Cuando ambos se alejaron, Ashley se abalanzó sobre los brazos de su amado con gran entusiasmo.
―¡Oh, Sam, estoy tan nerviosa! ¿Crees que tus padres y los míos se llevarán bien?
―No me cabe duda. Aunque solo sea por guardar los formalismos, te aseguro que la cordialidad será más que palpable.
―Eso espero.
―Intenta no pensar en ello –dijo Sam para tranquilizarla―. A ver, ¿qué le apetece hacer esta noche, señorita?
―Mmmm, creo que me está entrando hambre de algo delicioso –respondió Ashley terminando de beber su copa de un trago y llevándose el índice a los labios de manera insinuante.
―Será mejor que tomemos algo fresco –repuso Sam divertido―. Además, no me gustaría estropearte ese vestido tan elegante.
―¿Te gusta? –Preguntó Ashley dando una vuelta a fin de que Sam pudiera apreciar la bella figura de su chica―. Es de Valentino, adoro sus diseños.
―Bien… estupendo –farfulló Sam―. Realmente te sienta genial.
Sam no era ningún entendido en prendas, aunque eso no quitaba para que no supiera reconocer un vestido bonito sobre una chica bonita. Todo lo contrario que Ashley, que estaba en su último curso de la escuela de alta costura y a la vista de grandes proyectos. La joven era una obsesa de la moda. Siempre vestía a la última y su fascinación por las telas sobrepasaba los límites del entusiasmo. Sus padres lo vieron claro desde el principio; Ashley tenía una gran virtud, y aquella pasión por la alta costura llevaría a su hija a estar entre las grandes diseñadoras tarde o temprano. Por ello no dudaron en enviar a su hija a una de las escuelas más prestigiosas del país, además de hacer prácticas durante un año en la cuna de la moda, París.
―¿Por qué no hacemos lo que hemos venido a hacer y acabamos con este martirio cuanto antes? –repuso Sam refiriéndose a la presentación formal de sus padres.
―Estoy tan nerviosa como tú, cariño. Anoche no pude ni pegar ojo –susurró la joven.
En ese momento un camarero pasó a su lado portando algunas bebidas y Ashley aprovechó para agarrar otra copa de champán.
―De acuerdo, entonces vamos allá –añadió Sam cogiendo otra copa para él.

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