Capítulo 1
―Cariño,
papá y yo estamos listos para salir ―anunció la señora Lawson desde el gran
salón.
El
sol del atardecer penetraba por las ventanas rectangulares de cristal tintado.
Sam se hallaba ultimando su imagen frente al enorme espejo del baño; un poco de
gomina para dar a su cabello un aspecto fresco, unas gotas de after shave
sobre su barba recién afeitada y un par de pulverizaciones de su perfume
favorito, Nº 1, de Clive Christian, un regalo de su novia Ashley en su vigésimo
cuarto cumpleaños.
―Que
empiece el desfile de falsas apariencias… ―musitó a la par que forzaba sus
labios para ensayar la imagen que debía dar ante el centenar de invitados.
Los
padres de Sam celebraban sus bodas de plata en el gran Hotel Park Hyatt, una
ocasión especial que deseaban compartir con la alta sociedad de Sydney. El
señor y la señora Lawson eran dos de los cirujanos plásticos más reconocidos
del país. Ambos trabajaban en la prestigiosa consulta que el doctor Lawson
abrió hacía más de treinta años en el mismísimo corazón de la ciudad. Famosos
del celuloide y grandes políticos confiaban su físico al matrimonio, seguros de
que los buenos resultados estaban garantizados al cien por cien.
Peter
se había especializado en las intervenciones de elevación y aumento de pecho;
su técnica mamolifting era una bendición para las mujeres que querían
evitar la famosa cicatriz en forma de T que estas operaciones conllevaban.
Definitivamente eran sus intervenciones estrella.
Sarah,
por otro lado, se especializó en tratamientos quirúrgico faciales, tales como
rinoplastias, liftings, aumento de labios y en general todo lo relacionado con
el rejuvenecimiento del rostro.
Y
como no, luego estaba Sam. Hijo único de la pareja y, por lo tanto, heredero
del imperio Lawson.
Sam
acababa de finalizar sus estudios en medicina, indiscutiblemente empujado por
la insistencia de sus padres. No es que le disgustara el trabajo de médico, mas
a veces dudaba que la especialidad de cirugía plástica fuera lo mejor para él.
Durante el último curso había hecho prácticas en hospitales infantiles y el
trato con niños enfermos era lo que más satisfacción le había proporcionado. La
apabullante velocidad de los chavales a la hora de reponerse de una operación,
su incansable fuente de energía y la sonrisa que le dedicaban cada vez que les
gastaba una broma, eran suficientes para que el joven finalizara su jornada con
cierta sensación de gozo.
Lo
malo era que sus padres ya habían elegido por él, y Sam estaba destinado a
seguir los pasos de la familia. Aquel sería su último año sabático antes de
comenzar a trabajar seriamente en la clínica y, aunque a veces ayudaba a sus padres
en la sala de operaciones, tenía la firme intención de aprovechar los últimos seis meses
que le quedaban de libertad para disfrutar al máximo.
Sam
bajó las amplias escaleras en forma de C a toda prisa, deslizando su mano
derecha por el pasamanos de madera noble. El matrimonio esperaba impaciente en
la entrada principal, bajo la enorme lámpara con forma de araña que iluminaba
la sala al completo.
―Cariño,
vamos a llegar tarde ―le dijo la señora Lawson a su hijo cuando este se acercó
a ella para darle un sonoro beso.
―Estás
preciosa, mamá. Pareces una reina.
―Gracias,
hijo ―respondió su madre mientras estudiaba la imagen impecable de su
primogénito―. Deja que te coloque bien la pajarita. Está un poco torcida.
―Mamá,
deja de tratarme como a un niño. Sé cómo colocar una dichosa pajarita ―dijo Sam
aproximándose al grandioso espejo bañado en plata que colgaba sobre una de las
paredes laterales de la sala―. Llevo haciéndolo desde que tenía diez años y la
verdad, empiezo a estar cansado de estos trajes incómodos. No me permiten una
movilidad plena en los brazos y apenas puedo respirar con este nudo en la
garganta.
Sarah
era una mujer perfeccionista. Le gustaba que sus dos hombres lucieran siempre
una imagen impecable. “Si queremos que los pacientes confíen en nosotros,
debemos ser los primeros en mostrarnos impolutos” solía decir. La señora Lawson
nunca había necesitado pasar por el quirófano. Siempre había sido una mujer
hermosa y ahora, a sus cuarenta y nueve años recién cumplidos, tan solo había
necesitado alguna que otra inyección de botox para disimular las finas líneas
de expresión.
Para
aquella noche tan especial, Sarah había elegido un bonito vestido de encaje morado,
ajustado perfectamente a su delgada figura y que le llegaba hasta los pies. El
diseñador libanés Abed Mahfouz era uno de sus preferidos, por la armonía de
colores y la delicadeza de sus telas.
―Será
mejor que te acostumbres, hijo –intervino su padre―. Ya sabes cómo se las gasta
tu madre cuando le llevas la contraria.
El
señor Lawson hizo un guiño de complicidad a Sam. Él tampoco se sentía cómodo
ataviado con aquel esmoquin de Brioni, pero tenía muy claro que la ocasión lo
merecía. En resumidas cuentas, la señora Lawson no tenía más que recordarle lo
atractivo que estaba su marido vestido a lo James Bond para que este se
convenciese de que así era.
Peter
tenía diez años más que su mujer. Ambos se conocieron en una fiesta que un
amigo de él daba en su lujoso piso de Walsh Bay. Los padres de Sarah fueron
invitados como parte de la alta sociedad australiana y ella, obligada por la
insistencia de sus progenitores, asistió con poco entusiasmo al evento, pues
sabía que ninguna de sus amigas acudiría. Una vez allí, y cuando sus mayores se
hallaban enfrascados en conversaciones de política, Sarah salió al balcón para
respirar un poco de aire fresco. A los pocos minutos, mientras observaba
embelesada las luces al otro lado de la bahía, un joven se acercó por su
espalda y, sin mediar palabra, colocó su chaqueta sobre los hombros temblorosos
de ella.
Sarah
se giró sorprendida por el atrevimiento del muchacho, en cambio, nada más posar
sus ojos sobre los de él, quedó prendada de su delicadeza y caballerosidad.
Estuvieron más de una hora sentados y conversando en un recodo de la terraza,
hasta que los padres de Sarah la encontraron admirando las estrellas muy
acaramelada junto a aquel extraño. Sin ser consciente, Sarah se llevó a casa la
chaqueta del joven, la cual contenía toda la documentación del muchacho.
Aprovechó la confusión como excusa perfecta para volver a quedar con Peter al
día siguiente y devolverle la prenda. Desde
aquel instante jamás se separaron.
Cuando
Sarah finalizó sus estudios en medicina,
Peter le pidió matrimonio y, por supuesto, la recibió con los brazos abiertos
en su recién inaugurada clínica de estética. Años después, y con mucho
esfuerzo, ambos crearon el emporio Lawson´s Surgery.
El
mayordomo de la casa, Jeffry, abrió la enorme puerta de la entrada que daba
acceso directo al formidable jardín de la mansión. La noche era húmeda, por
ello la señora Lawson se echó por encima de los hombros su chal de cachemira.
Su marido le ofreció el brazo para ayudarla a bajar las escaleras, siempre
atento a las necesidades de Sarah.
El
chofer esperaba de pie, junto a la puerta trasera del Bentley Continental. Su
elegante traje de color negro resaltaba con los guantes blancos impolutos que
abrieron la puerta de la señora Lawson para facilitarle la entrada. A
continuación se dirigió con paso rápido al lado contrario del automóvil para
ceder el paso al señor Lawson.
―¿Hijo,
no vienes con nosotros? ―preguntó Sarah desde la ventana al ver que Sam
esperaba plantado frente a la puerta.
―Prefiero
ir en mi coche. Tal vez tenga que acompañar a Ashley a su casa más tarde.
La
señora Lawson dedicó una sonrisa cómplice a su hijo antes de elevar la ventana
ahumada de su lado. El coche se fue alejando de forma paulatina hasta perderse
entre la arboleda que conducía al exterior de la finca.
―Jeffry,
¿podrías traerme las llaves del Maserati? ―le pidió al mayordomo.
―En
seguida, señor.
Sam
quería sorprender a su novia con el juguete nuevo que sus padres le habían regalado
por finalizar la facultad pero, sobre todo, ansiaba darle en las narices al
envidioso de Walter, amigo de la infancia y uno de los mayores maníacos de las
cuatro ruedas. Walter formaba parte de esos individuos capaces de hacer gala de
una sincera expresión de dulzura mientras que en su fuero interno un cúmulo de
celos le consumía las entrañas.
―Aquí
las tiene, señor ―anunció Jeffry entregándole las llaves―. ¿Desea que le traiga
el coche hasta la puerta?
―No
es necesario, amigo. –Y con una palmadita de agradecimiento en el hombro, Sam
se despidió de su fiel mayordomo―. Buenas noches.
―Buenas
noches, señor. Que pase una bonita velada.
Sam
se acercó hasta el garaje en la parte lateral de la mansión y, una vez allí, no
pudo evitar quedarse un rato admirando la potente máquina que estaba a punto de
estrenar. Más de cuatrocientos cincuenta caballos aspirando a cabalgar a toda
potencia sobre el asfalto de un circuito cerrado. Se frotó las manos imaginando
la cara de Walter cuando lo viera aparecer en el interior de aquel monumento
motorizado.
Subió
al coche y aspiró el embriagador olor de la tapicería de piel recién estrenada.
Adoraba aquel aroma a nuevo. A lo largo de sus veinticuatro años, Sam se había acostumbrado
a percibir esa misma fragancia cada cierto tiempo, dado que a su padre no le
gustaba conducir el mismo coche más de dos años. La familia estrenaba auto
nuevo cada dos por tres.
No
era el primer coche que Sam conducía. Antes del Maserati llevó un Porsche, pero
decidió cambiarlo por un diseño más elegante y sofisticado.
El
joven dio al contacto y el rugir del motor sonó como música para sus oídos.
Pisó el acelerador varias veces para deleitarse con el sonido e instintivamente
una sonrisa de satisfacción se dibujó en
su rostro. Cuando decidió salir del garaje, no lo hizo de manera pausada como
lo habría hecho su chofer, sino que deslizó las ruedas sobre el suelo
resbaladizo de la cochera dejando un rastro negro en las baldosas. Desde la
entrada, Jeffry observaba al heredero Lawson avanzar a toda prisa tras una
estela de polvo. CONTINUARA...
SI TE APETECE SEGUIR CONOCIENDO LA HISTORIA DE SAM, POR FAVOR, DEJA TU COMENTARIO Y CADA DOMINGO SUBIRÉ UN EPISODIO.
Muy buen comienzo Diana, deseando saber más de esta historia...Good Luck.
ResponderEliminar