Sam
se dirigió hacia el este en Pittwater Road. Siempre tomaba aquella carretera
para ir a la ciudad, a fin de cuentas, era la más próxima a la costa y por lo
tanto la que mejor vistas tenía. La noche era cálida, a pesar de estar en el
mes de diciembre, el verano austral invitaba a los moteros a disfrutar del aire
fresco nocturno y la mayoría salían a dar una vuelta por las noches. A parte de
ellos, el tráfico no era demasiado denso a aquellas horas, así que aprovechó
ciertos espacios para acelerar y regocijarse con el tronar de aquella potente
máquina.
En
menos de quince minutos llegó a Falcon Street. Una vez allí, tuvo que aminorar
la velocidad, pues debía pasar por algunos peajes para continuar su camino.
Tomó la salida de Grosvenor Street y a continuación giró a la izquierda por
George Street. A tan solo quinientos metros se encontraba el majestuoso Hotel
Hyatt Park.
Los
padres de Sam habían decidido celebrar el aniversario en aquel lugar por una
cuestión muy simple: el hotel se encontraba en Walsh Bay, la misma zona donde
se habían conocido veintiséis años antes. Además, aquel también fue el lugar
donde Peter le había pedido matrimonio a Sarah un año después de conocerse en
la fiesta. Fue solo cuestión de semanas hasta que sus sueños se hicieron
realidad.
Los
invitados habían comenzado a llegar. Muchos se agolpaban en la puerta para
recibir a los señores Lawson que salían
de su esplendoroso coche. Sam tuvo que esperar una cola de varios automóviles
hasta que el aparcacoches se encargara del suyo. De pronto, un golpe en la
parte trasera le hizo dar un respingo. Echó un vistazo por el retrovisor para
ver qué había sucedido, pero en ese momento Walter apareció como un fantasma
por la ventanilla del copiloto.
―¡Pedazo
de cabrón! ¡Qué calladito te lo tenías! ―Walter introdujo medio cuerpo en el
coche para soltar un puñetazo amistoso en el hombro de su camarada.
―¡No
seas gilipollas! Anda, ven, entra. No quiero que me estropees la carrocería con
ese disfraz de pacotilla― respondió.
―¿Pacotilla?
―repuso ajustándose la corbata―. Para tu información te diré que este traje
cuesta tres veces más que tu esmoquin de pingüino.
―No
lo dudo ―dijo Sam estirándose el cuello de la camisa―. Odio estos eventos.
Daría lo que fuera por no tener que llevar la puñetera pajarita, la muy
condenada no me permite respirar. Ya podían haber celebrado las bodas de plata
en la mismísima playa y en bañador.
―No
me cambies de tema –le interrumpió su amigo mientras tomaba asiento a su lado y
observaba boquiabierto el panel de control―. A ver ¿caballos?
―Cuatrocientos
sesenta.
―¿Velocidad
máxima?
―Trescientos
kilómetros por hora.
―¿Consumo
medio?
―Entre
quince y dieciséis litros.
―¿Aceleración
de cero a cien?
―Cuatro
coma siete segundos.
―¿Lo
has probado ya?
―Aún
no. –Sam le guiñó un ojo a su amigo―. Te estaba esperando.
―Así
me gusta –dijo dándole otra palmada en la espalda.
Walter
podía resultar irritante en algunas ocasiones, pero siempre había sido su mejor
amigo. Se conocían desde el colegio. Walter había sido siempre un chaval
energético y lleno de vida, sin embargo, algunos de sus compañeros lo tomaban
por un tipo exasperante e insoportable. Hablaba demasiado, incluso los
profesores tenían que llamarle la atención constantemente porque era incapaz de
guardar silencio más de diez minutos seguidos. Su temperamento nervioso hacía
de su complexión un tipo delgado, más bien menudito. Por supuesto aquella
debilidad física no le beneficiaba a la hora de meterse en alguna pelea aunque,
por suerte, Sam siempre estaba a su lado para echarle una mano.
Al
contrario que Walter, Sam era un chico más tranquilo, lo que no significaba que
no fuera capaz de tumbar a cualquiera de un solo golpe de derecha. Él era un
tipo alto y corpulento. Practicaba kick
boxing cada vez que podía y las técnicas aprendidas le habían ido de perlas
para no dejarse achantar por nadie.
―¿Has
quedado con Ashley en el hotel? –preguntó Walter.
―Sí.
Vendrá con sus padres –dijo soltando un suspiro.
―Por
favor, no seas tan efusivo –replicó Walter en un tono irónico―. Cualquiera
diría que no te hace ilusión que vuestros padres se conozcan formalmente.
―La
verdad es que no –confesó―. A veces tengo la sensación de que esto va demasiado
deprisa.
―¿Te
refieres a tu relación con Ashley?
Sam
asintió con la cabeza.
―Solo
llevamos juntos seis meses y parece que me hubiera comprometido con ella por el
resto de mi vida.
―¿Acaso
no la quieres?
―Sí,
claro que la quiero. Es una buena chica… y muy inteligente.
―Por
no mencionar que está como un tren –interrumpió Walter.
―Está
bien… además está buenísima. –Sam sacudió la cabeza―. Pero eso no tiene nada
que ver con esto. Pienso que Ashley va muy rápido, no sé, tal vez deberíamos
tomárnoslo con más calma… salir más… conocer más gente…
―¿No
estarás pensando en engañarla?
―¡Oh,
Walter! Eres imposible –soltó el joven exasperado―. No estoy hablando de eso.
Solo digo que es demasiado pronto para compromisos. Somos muy jóvenes para
atarnos de ese modo.
―¿Se
lo has dicho a ella?
―¡Qué
va! Está demasiado ilusionada con este encuentro. Cualquiera se atreve a
defraudarla…
―Bueno,
si lo piensas bien, no es tan grave. –Walter se encogió de hombros―. Piensa que
sencillamente vuestros padres van a conocerse, nada más. Eso no quiere decir
que vayáis a casaros mañana mismo.
Sam
enarcó las cejas y dirigió una mirada escéptica a su amigo.
―Tú
no conoces a Ashley.
El
botones del hotel se aproximó al Maserati.
―¿Desea
que le aparque el coche, señor?
Los
dos amigos salieron del vehículo y Sam le hizo entrega de las llaves al
muchacho.
―¡Cuídalo
bien! Es el coche nuevo de mi amigo –le advirtió Walter por encima del capó.
―Descuide,
señor –respondió el aparcacoches de forma cortés.
Los
dos jóvenes se dirigieron a la entrada del hotel. Los padres de Sam ya habían
accedido al interior y esperaban en la sala de celebraciones rodeados por un
grupo de invitados que los felicitaban por su aniversario.
El
magnífico Guest House del hotel estaba situado en el mismísimo puerto de
Sydney, desde donde se accedía a una terraza exterior privada con increíbles
vistas a la colosal Opera House. La decoración del salón de celebraciones era
de un gusto exquisito, minuciosamente diseñado con la iluminación perfecta para
la visualización de sus mesas y el brillo de la elegante vajilla que las
componían. El restaurante del hotel Hyatt Park se caracterizaba por una cocina
creativa con toques de autor donde se aplicaban fuertes dosis de imaginación.
El matrimonio Lawson era amante de este tipo de cocina, adoraban explorar
nuevos sabores y deleitarse con las sorprendentes elaboraciones de sus
cocineros.
Sam
echó un vistazo al Guest House en busca de su chica, suponía que habría llegado
antes que él, ya que solía ser muy puntual en los eventos importantes. Y aquella
era una de esas ocasiones.
―Mira,
allí está Ashley –informó Walter señalando hacia el balcón.
La
joven se encontraba con sus padres en el exterior, contemplando las
maravillosas vistas de la bahía mientras sujetaba una copa de champán. Sam se
aproximó para saludar a los señores Cooley.
―Buenas
noches, señores. –Sam hizo una leve inclinación de cabeza―. Ashley.
―¡Oh,
mi querido Sam! –La señora Cooley fue la primera en saludar―. Estás realmente
encantador.
―Gracias,
señora.
―Por
favor Sam, llámame Elaine. Creo que ya es hora de apartar los formalismos, ¿no
te parece, George? –se dirigió a su marido.
―Claro,
muchacho –afirmó el señor Cooley dando un manotazo amistoso al joven en el
hombro.
―Estás
realmente preciosa esta noche, Ashley –dijo Sam dirigiéndose a su novia.
―Gracias,
cariño –respondió sin poder evitar sonrojarse delante de sus padres.
Los
señores Cooley se percataron de las ganas locas de Ashley por quedarse a solas
con su chico unos instantes, por ello no dudaron en buscar una ágil excusa para
alejarse de los dos tortolitos.
―Tomaremos
algo de beber, en breve estaremos de vuelta –señaló el señor Cooley.
Cuando
ambos se alejaron, Ashley se abalanzó sobre los brazos de su amado con gran
entusiasmo.
―¡Oh,
Sam, estoy tan nerviosa! ¿Crees que tus padres y los míos se llevarán bien?
―No
me cabe duda. Aunque solo sea por guardar los formalismos, te aseguro que la
cordialidad será más que palpable.
―Eso
espero.
―Intenta
no pensar en ello –dijo Sam para tranquilizarla―. A ver, ¿qué le apetece hacer
esta noche, señorita?
―Mmmm,
creo que me está entrando hambre de algo delicioso –respondió Ashley terminando
de beber su copa de un trago y llevándose el índice a los labios de manera
insinuante.
―Será
mejor que tomemos algo fresco –repuso Sam divertido―. Además, no me gustaría
estropearte ese vestido tan elegante.
―¿Te
gusta? –Preguntó Ashley dando una vuelta a fin de que Sam pudiera apreciar la
bella figura de su chica―. Es de Valentino, adoro sus diseños.
―Bien…
estupendo –farfulló Sam―. Realmente te sienta genial.
Sam
no era ningún entendido en prendas, aunque eso no quitaba para que no supiera
reconocer un vestido bonito sobre una chica bonita. Todo lo contrario que
Ashley, que estaba en su último curso de la escuela de alta costura y a la
vista de grandes proyectos. La joven era una obsesa de la moda. Siempre vestía
a la última y su fascinación por las telas sobrepasaba los límites del
entusiasmo. Sus padres lo vieron claro desde el principio; Ashley tenía una
gran virtud, y aquella pasión por la alta costura llevaría a su hija a estar
entre las grandes diseñadoras tarde o temprano. Por ello no dudaron en enviar a
su hija a una de las escuelas más prestigiosas del país, además de hacer
prácticas durante un año en la cuna de la moda, París.
―¿Por
qué no hacemos lo que hemos venido a hacer y acabamos con este martirio cuanto
antes? –repuso Sam refiriéndose a la presentación formal de sus padres.
―Estoy
tan nerviosa como tú, cariño. Anoche no pude ni pegar ojo –susurró la joven.
En
ese momento un camarero pasó a su lado portando algunas bebidas y Ashley
aprovechó para agarrar otra copa de champán.
―De
acuerdo, entonces vamos allá –añadió Sam cogiendo otra copa para él.
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