De
nuevo se reunieron con los padres de Ashley y Sam les invitó a aproximarse a la
mesa donde se sentaban los señores Lawson. El muchacho tuvo que volver a
estirarse el cuello de la camisa, la dichosa pajarita lo estaba matando. Notó
como una gota fría de sudor le cayó por la frente y sus manos se frotaron
nerviosas. Sin lugar a dudas, en aquel momento habría preferido estar tirado en
la arena de la playa tomando unas cervezas con los amigos frente a una hoguera.
Sin embargo, aquello nada tenía que ver con la situación a la que estaba a
punto de enfrentarse.
―Mamá.
Papá. Quiero presentaros a los señores Cooley, los padres de Ashley.
―¡Oh,
querida! Por fin tengo el placer de conocerte –apuntó Sarah propinando un
entusiástico abrazo a la señora Cooley―. La bella Ashley nos ha hablado muy
bien de vosotros.
Peter
guardó las distancias algo más que su mujer y simplemente tendió la mano de
forma amistosa al señor y a la señora Cooley para saludarlos.
―Encantado
de conocerles. Ashley es una chica estupenda –señaló de manera cortés.
―Gracias.
Nuestra hija también nos habla maravillas de la familia de Sam, y veo que no se
ha equivocado un ápice en su apreciación –repuso el padre de Ashley―. Son muy
amables por invitarnos a un evento tan señalado como este.
―¡Oh,
por favor! Dejemos las formalidades a un lado. Casi somos de la misma familia,
¿verdad querida? –Sarah parecía realmente encantada con la presencia de la
señora Cooley.
Sam
y Ashley observaban en silencio y con la boca abierta cómo la señora Lawson
agarraba a Elaine del brazo y juntas caminaban hacia la barra del bar mientras
parloteaban sobre temas triviales. Peter, por otro lado, invitó a George a
salir a la terraza para ofrecerle uno de sus mejores puros habanos y así poder
charlar sobre las franquicias que el señor Cooley estaba a punto de vender en
el extranjero.
Sam
y Ashley se miraron incrédulos.
―¿Has
visto eso? Ni siquiera nos han prestado la más mínima atención –replicó Sam.
―Mejor
así. Parece que han congeniado a la primera. Ha sido más fácil de lo que esperaba,
¿no te parece? –añadió Ashley sin poder ocultar su entusiasmo.
«Demasiado
diría yo» pensó Sam para sus adentros.
La
noche transcurrió de forma agradable. Tras una copiosa cena amenizada con los
más exquisitos manjares que el hotel ofrecía, Sam quiso sorprender a sus padres
con un vídeo que él mismo había preparado días atrás, donde se presentaban
viejas fotografías de los señores Lawson desde su más tierna infancia hasta el
último cumpleaños de su hijo, incluyendo imágenes de toda una vida juntos.
La
señora Lawson no pudo reprimir soltar alguna que otra lágrima durante la
proyección, y el padre de Sam le dio un fuerte abrazo a su hijo cuando el video
finalizó. Los invitados se pusieron en pie para aplaudir el maravilloso detalle
que Sam había tenido para con sus padres, y más de uno tuvo que recurrir al
pañuelo para sonarse la nariz.
―Ha
sido precioso –le dijo Ashley a su chico cuando regresó a su asiento.
―Sí,
amigo. Casi me meo en los pantalones –bromeó el chistoso de Walter.
―Eres
un insensible, no tienes corazón –le regañó Ashley―. Como sigas así no
encontrarás novia en tu vida.
Walter
tuvo que agachar la cabeza y aguantar la reprimenda. Sam contuvo la risa,
conocía perfectamente a su amigo y sabía que no hablaba en serio. Él era así, cuando
algo le emocionaba se cubría con un armazón de chistes malos para no mostrar su
debilidad. Pero eso a Sam no le importaba.
―En
fin, creo que voy a hablar un rato con Jenny –indicó Ashley acabándose su
tercera copa de champán―. Seguro que a ella también le ha encantado el video.
Cuando
la muchacha se alejó en busca de su amiga, Sam le dio un codazo a Walter.
―Vale,
ya se ha ido. No tienes que poner cara de póquer. Ya sé que a ti estas cosas te
parecen una cursilada.
―¡Qué
va! En serio, me ha encantado como te has currado el vídeo –aclaró Walter―.
Pero es que tu chica no sabe distinguir una broma.
―Ya
la conoces. Ashley se toma las cosas muy en serio. Deja de darle importancia
–señaló Sam encogiéndose de hombros.
En
poco menos de un minuto, Walter ya se había olvidado del asunto y le propuso a
Sam salir a la calle para probar el nuevo coche.
―Me
temo que hoy no es el día. Prometí a Ashley que la acompañaría a casa. Además,
imagina su cara si se entera de que he estrenado el coche contigo y no con ella
–dijo el joven guiñando un ojo a su amigo.
―¡Eh!
Cuidadito con lo que piensas, que yo solo quiero escuchar ese motor rugir como
una bestia y no probar si los asientos son reclinables o no.
―¿Pero
cómo puedes ser tan capullo? No me refería a estrenarlo en ese sentido.
―Sí,
sí, claro. Cuéntame otra batallita porque esa no me la trago. ¿Un Maserati
nuevo, una chica hermosa y una noche por delante? –Walter agitó la cabeza―. Qué
suerte tienen algunos…
Sam
dio a su amigo por imposible y fue en busca de Ashley. Por el camino, mientras
sorteaba las diferentes mesas que le separaban de su chica, el joven no pudo
evitar escuchar algunas de las conversaciones que se daban entre los invitados
a la fiesta.
―Este
mes mis acciones han subido un quince por ciento más de lo que esperaba
–comentaba un señor con bigote.
―Mi
marido se ha gastado más de diez mil dólares en este collar de oro blanco y
diamantes de Piaget –presumía una señora entrada en edad.
―Esa
finca tiene que ser mía. Si ese cabrón de Richard se me adelanta, tendré que
darle una patada en el culo –conversaba otro invitado un tanto exaltado.
A
Sam se le antojaron tertulias soberanamente superficiales. ¿Cómo podía ser que
los únicos temas de diálogo estuvieran relacionados con dinero, lujo y
patrimonio? Tendría que haber muchos más asuntos importantes de los que hablar,
como los deportes, viajes, amigos… sin embargo, estaba claro que a aquellas
personas solo les importaba una cosa.
―No
soporto a esa cursi de Michelle, se cree que por tener un Ferrari nuevo ya
puede presumir de todo. ¿Acaso no se ha mirado en el espejo? Esos zapatos de
Luois Vuitton le sientan como un tiro –comentaba Ashley con su amiga Jenny.
«Otro
argumento frívolo y carente de interés» pensó Sam cuando llegó al lado de su
chica. Aunque, ¿quién era él para juzgar a los demás? Tampoco se salvaba de
entrar en el mismo saco que el resto de las personas allí congregadas: sus
padres, guiados por los caprichos de su hijo, acababan de gastarse un dineral
en el Maserati.
―Perdón
por la interrupción –intervino Sam dirigiéndose a su novia―. Cariño, la fiesta
está a punto de acabar, ¿quieres que te acerque a casa?
―Claro,
mi amor –respondió la joven al tiempo que sujetaba a su chico por las mejillas
y le propinaba un sonoro beso en los labios.
Sam
carraspeó tras la efusiva muestra de cariño de Ashley frente a la compañera de
ésta. Notó como sus mejillas se sonrojaron al observar que Jenny contemplaba la
escena sin apartar los ojos del apuesto joven.
―Lo
siento, Jenny. Sam va a llevarme a casa en su coche nuevo. –La muchacha se
levantó de golpe y a punto estuvo de caer al suelo cuando se pisó la cola de su
elegante vestido.
Por
suerte Sam estaba a su lado para sujetarla. Daba la sensación de que Ashley
había bebido más de la cuenta, pero aquello no impidió a la chica recolocar su
vestido para que se viera perfecto.
―Será
mejor que avisemos a tus padres de que nos marcharnos.
―Sí,
por supuesto. Ya sabes cómo se ponen si no te despides de ellos. Te adoran
demasiado. –Aquel último comentario se le antojó a Sam un tanto repelente y
fuera de lugar.
El
chaval dibujó una sonrisa forzada en su cara. Tras prometerles a los señores
Cooley que devolvería pronto a Ashley a su casa, Sam se despidió también de sus
padres advirtiéndoles que regresaría algo más tarde.
―Bien,
cariño. No olvides las llaves de casa –le recordó su madre―. Jeffry se pone de
muy mal humor si le despiertas en mitad de la noche.
―Descuida,
mamá.
Y
tras cumplir con la obligación de despedirse del resto de invitados, Sam y
Ashley salieron del hotel y dieron una vuelta en el sofisticado coche del
muchacho. Condujeron por una carretera paralela a la costa para sentir la dulce
brisa de la noche.
―Es
maravilloso. ¡Me encanta! –vociferó Ashley sacando la cabeza por la ventanilla
para sentir el aire en la cara.
―Ten
cuidado, la policía nos puede llamar la atención. –Sam estaba preocupado por la
embriaguez de la chica. Temía que pudiera cometer alguna locura, entonces tiró
de su mano para que introdujera la cabeza en el interior y cerró la ventanilla
con el fin de evitar problemas.
―¡Vamos,
cariño, pisa el acelerador! Quiero sentir ese motor a toda potencia –gritó
Ashley.
A
Sam le pareció divertido el estado de la muchacha. Nunca antes la había visto
en aquellas circunstancias, tan desinhibida y poco pendiente de guardar las
formas. Decidió dejarse llevar y satisfacer su petición, así pues, cuando
llegaron a una carretera poco transitada, Sam pisó a fondo el acelerador.
―¡Wow!
¡Es la leche! –decía Ashley entre risas―. Seguro que el coche de Michelle es un
juguete en comparación con este.
―No
creas, algunos modelos de Ferrari superan los quinientos caballos.
―¡Buah!
La muy tonta no sabe ni meter las marchas. ¿Para qué querrá un coche tan
rápido?
―Cuestión
de gustos –respondió Sam encogiéndose de hombros.
―Para.
―¿Qué?
―¡Qué
pares!
―¿Ocurre
algo?
―Creo
que voy a vomitar –farfulló la chica llevándose las manos a la boca.
Sam
desvió el coche a un lado de la cuneta antes de que Ashley dejara un
desagradable recuerdo en la tapicería de cuero. El joven no pudo evitar sentir
ciertos escrúpulos al contemplar la imagen de su novia vestida como una muñeca
mientras emitía sonidos grotescos, parecidos a los de un trol escupiendo sapos
por la boca. No tuvo más remedio que salir del vehículo y acercarse a ella para
comprobar si necesitaba ayuda, pero Ashley, avergonzada por la situación, lo
apartó con la mano de un empujón.
―Vamos,
no tienes de qué preocuparte. Se supone que soy médico y estas cosas no
deberían impresionarme.
―Esto
es diferente –pronunció la joven a duras penas.
Esperaron
un par de horas sentados junto a la orilla del mar hasta que Ashley se
recuperara de la melopea. No quería que sus padres pensaran que había bebido
por su culpa. A eso de las tres de la mañana, los muchachos llegaron a la
urbanización donde vivía la joven.
―Siento
mucho haber estropeado el resto de la noche –exhaló Ashley en un suspiro.
―No
te preocupes. Es normal que te sientas así si no estás acostumbrada a beber.
―La
verdad es que no ―suspiró la chica relajando el cuello sobre el reposacabezas―.
Supongo que estaba demasiado nerviosa por el encuentro de nuestros padres.
―No
ha sido tan horrible, ¿verdad? –repuso Sam con una sonrisa amable.
―Cierto.
Han pasado casi toda la velada hablando entre ellos –añadió Ashley
devolviéndole la sonrisa a su chico.
Por
unos instantes ambos se quedaron pensativos mirándose el uno al otro. El
silencio de la noche se apoderó de sus oídos y aquella paz deleitó sus sentidos
después de la tensión vivida en la fiesta. Se sentían agotados, pero aquello no
impidió a Sam para acercarse a su chica y darle un beso tierno en los labios.
―Hoy
estabas preciosa –le susurró al oído.
―¿Lo
dices en serio? –Murmuró Ashley dejándose acariciar por los delicados dedos de
Sam sobre su rostro―. Habría sido perfecto si no llego a estar como una cuba.
―Bueno,
ya estás recuperada y sigues pareciéndome una diosa. –Sam continuaba centrado
en seducir a su chica con pequeños besos sobre el delicado cuello de ésta.
―¿No
crees que el vestido de Jenny era más bonito que el mío? –Ashley parecía estar
más preocupada por otros asuntos, pero aquello no consiguió descentrar a Sam.
―No.
Tú eres mucho más hermosa que ella –le decía Sam descendiendo por el hombro
desnudo de la chica.
―¿Te
has fijado en el peinado? Su peluquero debe ser algún paleto de Camberra, esos
tipos de la capital se creen que entienden de estilo y la verdad es que no
tienen ni la menor idea.
―Me
da igual de dónde sea el peluquero de Jenny. –El muchacho no podía creer que
Ashley estuviera pendiente de esas minucias y, muy disimuladamente, continuó
descendiendo por su hombro.
―Creo
que le gustas –soltó al fin la joven.
Sam
no tuvo más remedio que interrumpir sus intenciones. Aquella conversación de
besugos no lo estaba poniendo en absoluto, y le dio la sensación de que Ashley
solo tenía un pensamiento en la cabeza.
―¿Por
qué dices eso?
―He
visto cómo te miraba.
―¿Y
cómo se supone que me miraba?
―No
sé. Siempre está pendiente de ti. Hoy no paraba de comentar lo guapo que
estabas, lo inteligente que eras y lo seductor que estabas con tu traje oscuro.
―Me
da igual lo que diga esa amiga tuya.
―Pues
a mí no.
―¿No
irás a decirme que estás celosa? –El silencio de Ashley lo dejaba claro―. Pero
si ni siquiera he hablado con ella en toda la cena. Has sido tú la que te has
acercado a ella para saludarla.
―Es
igual. Eso no quita para que Jenny no dejara de hablar de ti. –La muchacha se
cruzó de brazos enojada.
Sam
optó por rendirse y prefirió no continuar con la conversación. Ashley podía ser
una mujer encantadora cuando estaba animada, pero sus cambios de humor
repentinos eran difíciles de torear. Él mismo lo había comprobado en varias
ocasiones y sabía que lo mejor era alejarse de ella y reaparecer a la mañana
siguiente como si nada hubiera sucedido. Ashley volvería a ser la misma de
siempre después de un sueño reparador.
La
pareja puso fin a la velada y ambos se despidieron con un desganado beso en los
labios. Cuando Sam se aseguró de que la muchacha había entrado en su casa,
dirigió el bólido hasta la mansión en Bayview.
Las
luces de la entrada esperaban encendidas a su llegada. Todos en casa dormían y
Sam subió hasta su dormitorio arrastrando los pies cansado. Abrió el ventanal
que daba a la terraza privada de sus aposentos y salió un rato para respirar el
aire fresco de la noche. Había sido una jornada larga, pues durante el día tuvo
que ayudar a su padre en la clínica desde temprano, y la noche no había acabado
precisamente como él esperaba.
Tomó
asiento sobre un balancín y se dejó mecer por el movimiento suave de éste.
Relajó su cuerpo y cruzó las manos detrás de la nuca para observar las
estrellas que iluminaban el cielo. Se preguntó cuántas estrellas habría por
encima de su cabeza, estaba seguro de que existían muchísimas más de las que
sus ojos eran capaces de ver. Una vez había leído en un artículo que si alguien
contara los granos de arena del planeta, apenas se acercaría al número probable
de estrellas que había en el universo.
El
joven cogió un puñado de tierra del interior de una maceta y dejó que los
granos se le escurrieran por entre los dedos. En medio de un silencio mudo, Sam
se sintió tremendamente pequeño. Pasó el resto de la noche contemplando el
cielo, como un niño deslumbrado por toda aquella inmensidad.
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